lunes, 7 de febrero de 2011

ESCENA I

Al levantarse el telón, el escenario está vacío y oscuro. Comienza a oírse una música suave. Un foco perfila lentamente la figura de un joven, que poco a poco va descubriendo el escenario en actitud de asombro. Es Juan. Descubre dos sillas enfrentadas al público; se sienta en una de ellas. Luego un foco perfila la figura de una mujer joven, que recorre el escenario en actitud de asombro. Descubre al joven y, nerviosa, se sienta en la silla restante. Ambos, por su cuenta, denotan el encierro.

MARÍA: (Está rígida; es una joven muy educada, demasiado bien educada.) ¿No se cansará de mirarme?
JUAN: (Es un muchacho abúlico, espantosamente desinteresado del mundo.) ¿Quién te dijo que te estoy mirando?
MARÍA: Si sus ojos se dirigen a mí, es porque Ud. me está mirando ¿o no?
JUAN: Una cosa es mirar y otra es ver.
MARÍA: Deje de sutilizar y no me mire, porque nos van a amonestar.
JUAN: Realmente ¿vas a tratarme de Ud.? (Silencio vergonzoso de María.) Me parece una estupidez. (Silencio.) ¡Amonestar! ¿Te importan mucho las amonestaciones?
MARÍA: (Agitada.) ¡Claro! ¡Claro! ¡No podría causar ese disgusto a mis padres!
JUAN: ¡Uy! ¡Me salvo de todo eso! No tengo padres. ¡Que me amonesten todo lo que quieran!
MARÍA: ¿Cuánto tiempo nos tendrán aquí?
JUAN: El necesario. ¿Qué te importa? Si no estás aquí, te encerrarán en otro lado. Vale lo mismo estar aquí o allá.
MARÍA: Dígame, ¿dónde es allá?
JUAN: Te lo digo si me tuteás.
MARÍA: Es que me cuesta mucho. No fui educada para tutear a la gente, y menos aún a los hombres.
JUAN: Hacé un esfuerzo, piba. Aquí las formalidades valen cuando estás en presencia de ellos. El tuteo es como un secreto entre los que estamos aquí, la única forma permitida de la intimidad, casi la intimidad. La única intimidad que nos dejan.
MARÍA: Ellos ¿lo saben?
JUAN: No sé, ni me interesa. ¡Me vas a tutear o no?
MARÍA: (Duda.) Voy a probar. Todo es nuevo para mí.
JUAN: ¿Nuevo?
MARÍA: Sí, nuevo.
JUAN: Decime, nena, ¿de dónde saliste?
MARÍA: Yo soy de afuera.
JUAN: (Interrumpiéndola.) ¡Eras de afuera!
MARÍA: ¿Cómo?
JUAN: No me hagas caso; contame algo.
MARÍA: Bueno, me cuesta mucho tratarte de vos.
JUAN: (Baila alrededor de ella, muy alegre.) ¡Te salió! ¡Te salió! ¡Bravo, flaca, te salió!

Suena una alarma. Juan vuelve un poco asustado a su asiento. Ambos se ponen muy rígidos. Al cabo de un instante vuelven a mirarse. Un poco balbuceando, retoman la conversación. Hacen de cuenta como que la alarma nunca existió.

MARÍA: ¿Nos habrán escuchado?
JUAN: No me importa.
MARÍA: No sé si podré adaptarme a esto.
JUAN: Te conviene.
MARÍA: (Después de un silencio.) ¿Por qué no hay ventanas aquí?
JUAN: Porque no son necesarias. No hay nada que ver.
MARÍA: ¿Cómo? (Juan no contesta.) Estoy acostumbrada a ver el atardecer, el horizonte rojo, la caída del sol...
JUAN: (Superponiéndose.) Aquí te acostumbrarás a ver las paredes grises, la línea de los rincones, la caída de los sueños...

Suena la alarma. Se ponen rígidos. Al rato retoman temerosos la conversación.

MARÍA: (Intentando ser optimista.) ¡Tal vez mi habitación tenga ventanas!
JUAN: Sacáte esas ideas de la cabeza, nena. Aquí no hay ventanas y allá tampoco.
MARÍA: ¿Allá? ¿Dónde es allá?
JUAN: Allá es cualquier parte, un poco más lejos de acá, pero igual, igual que acá. Éste es el único paisaje. ¡Para qué más! Finalmente, uno se acostumbra. En cualquier momento... (Duda; mira a todas partes; le susurra al oído a María.) ... en cualquier momento te olvidás de los atardeceres, del horizonte, del sol... Son palabras, viejas palabras que no sirven para nada.
MARÍA: No, no son palabras. (Se agita.) Creo que me asfixiaré.
JUAN: No, nena, no te asfixiarás. El hombre es un animal de costumbre. Te acostumbrarás y hasta te olvidarás de todo.
MARÍA: (Enérgica.) ¡Jamás! No olvidaré nada; me prepararé para no olvidar. (Hace un silencio; luego enternecida.) ¡Cómo voy a olvidar la granja de mis abuelos, el campo lleno de trigales, el mugir de las vacas al amanecer, el aroma de la leche recién ordeñada...!

Suena la alarma.

MARÍA: ¿Qué pasa? ¿Por qué suena esa alarma?
JUAN: Aquí está prohibido recordar el pasado.
MARÍA: Pero es mi pasado, el mío, el mío... (Sube el tono y Juan le tapa la boca.)
JUAN: Nena, te conviene callarte.
MARÍA: (Después de un largo silencio.) ¿Cómo se puede vivir sin pasado?
JUAN: Se puede; si ellos dicen que se puede, entonces se puede.
MARÍA: Yo no puedo vivir sin pasado.
JUAN: Podrás, podrás.
MARÍA: ¿Por qué no se puede recordar? El pasado es dulce, el pasado es amable...
JUAN: (Interrumpiéndola.) Tal vez tu pasado; pero hay otros pasados, pasados innombrables. Pasados que es mejor olvidar.
MARÍA: (Repite automáticamente.) ¡Olvidar...!
JUAN: (Conformándose.) A veces creo que tienen razón.
MARÍA: No, no. Creo que tienen miedo.

Alarma muy fuerte.

JUAN: Nena, no te soltés, porque te cortarán la lengua. Si querés ser una buena alumna, aprendé a repetir las lecciones. De lo contrario te va a ir mal... Y entonces te van a amonestar, como mí-ni-mo.
MARÍA: (Al cabo de un rato.) ¿Y qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer aquí?
JUAN: Eso me gusta. Me gusta ese 'vamos', flaquita, me gusta.
MARÍA: Lo único que me gustaría es saber qué vamos a hacer aquí.
JUAN: No sé. Hace tiempo que me preguntaba lo mismo. Hace mucho tiempo. Después me olvidé.
MARÍA: Te olvidaste porque estabas solo.
JUAN: ¡Y vos cómo sabés que estaba solo?
MARÍA: Porque el olvido es una costumbre que se agarra en silencio, en soledad. ¿No dijiste que te olvidabas de las palabras? (Juan la mira asombrado.) Las palabras se olvidan si no se las comparte. El lenguaje es... ¿cómo decirlo?...
JUAN: (Quiere llenar el silencio de María.) ... una desesperación.
MARÍA: ¿Cómo?
JUAN: ¿Qué?
MARÍA: Eso
JUAN: ¿Eso?
MARÍA: La desesperación.
JUAN: (Ofuscado consigo mismo.) No sé, no sé qué dije.
MARÍA: (Enérgica.) Dijiste que el lenguaje es una desesperación.
JUAN: No, el lenguaje es una comunicación, es para la comunicación, eso, eso es lo que quise decir.
MARÍA: (Lo mira asombrada.) Creo que tenés razón; a veces hablar no sirve de nada. A veces no se comunica nada. A veces hablamos porque tenemos miedo al silencio, al darnos cuenta de que no hay sentido en ninguna parte.
JUAN: (Sigue el tono de María.)... a la soledad, a perder el sentido de las palabras...

Esperan que suene la alarma, y no suena.

MARÍA: (Retoman.) Sin embargo, todas las palabras tienen una historia, tienen pasado, como las rondas, como los juegos, como las canciones que la abuela me cantaba cuando...

Suena la alarma. Se quedan molestos. María está incómoda. Recorre preocupada el escenario.


JUAN: Nos van a castigar nena. Mejor quedate tranquila.
MARÍA: No puedo. Quiero hacer algo. Quiero...
JUAN: Hacé lo que quieras, pero no recuerdes.

María regresa a su silla. Se sienta nuevamente en la silla. Está muy abatida. Juan piensa.


JUAN: Ya está, ya lo tengo, ya lo tengo. Es una idea brillante. ¡Juguemos!
MARÍA: ¿Juguemos?
JUAN: Claro, juguemos.
MARÍA: ¿A qué?
JUAN: No sé. No me acuerdo de ningún juego.
MARÍA: Yo sí, yo sí. Yo me acuerdo...
JUAN: No, nena, está prohibido acordarse.
MARÍA: ¿Entonces?
JUAN: Entonces habrá que inventar algo.
MARÍA: Pensemos algo.
JUAN: ¿Pensemos? Ya me olvidé de pensar.
MARÍA: (Enérgica.) Entonces tendrás que hacer lo que yo quiero.
JUAN: Creo que no hay otra salida.
MARÍA: (Entusiasmada.) ¡Eso, salida! Inventemos que salimos de aquí.
JUAN: ¿Cómo?
MARÍA: ¡Claro! Inventemos que salimos de aquí. Inventemos puertas por todos lados, ventanas por todos lados, pasillos llenos de puertas, ventanas llenas de luz y de sol, salidas, salidas hacia todas partes.
JUAN: (Entusiasmado.) Salidas, eso, flaca, salidas hacia todas partes. Yo quiero ir... yo quiero ir (Se entristece.) Creo que no sé a dónde quiero ir.
MARÍA: (Desarmada.) Te has olvidado de todo.
JUAN: (Tratando de entusiasmarla.) Pero podemos inventar igual las puertas.
MARÍA: No servirá de nada. No sabemos a dónde queremos ir. Yo quisiera volver al campo.
JUAN: Yo no sé. Yo no quiero ir al campo. Yo... yo quiero ir a... ¡Ya está! ¡Ya está, ya lo tengo! Yo quiero ir a...

Alarma. Se apagan las luces.